Amigas y amigos:
Desde tiempo inmemorial, los puertorriqueños existen a la sombra de nuestro origen colonial del 19 de noviembre de 1493. Bajo la soberanía española nos criamos, crecimos y desarrollamos en un entorno de pueblos y jurisdicciones que se rebelaron e independizaron de España hasta constituirse en países soberanos. Mientras a nuestro alrededor se conspiraba y se desataba la lucha armada por la liberación y la independencia, el procerato puertorriqueño del Siglo XIX adoptaba una estrategia diplomática y luchaba por la autonomía como provincia española, con representación plena en las cortes españolas.
La única excepción notable en cuatro lustros, prácticamente 405 años de historia bajo el dominio y soberanía española, fue el “Grito de Lares” del 23 de septiembre 1868. Una nota al calce de dos días de duración.
Tras el cambio de soberanía de 1898, este comportamiento histórico del pueblo puertorriqueño, se repite. Algunos historiadores explican la casi inmediata adhesión de los puertorriqueños a los ideales y principios innatos al patriotismo Americano, a la injusticia económica y política que se vivió bajo la soberanía de España.
Me parece que una explicación más lógica respondería a la afinidad y a la identificación del ser humano que valora la democracia. El hecho real es que los líderes políticos puertorriqueños predominantes en aquella época de transición, no tuvieron gran dificultad de adaptación al firmarse el Tratado de París el 10 de diciembre de 1898. De un día para el otro, el poder metropolitano se trasladó de Madrid a Washington. Las dos facciones autonomistas que se pelearon amargamente por el “Pacto con Sagasta” que produjo la Carta Autonómica de brevísima existencia, tan pronto como al siguiente de 1899, hacían suyas y se identificaron con las divergencias de pragmatismo político entre “federalistas” o “demócratas”, y los “republicanos”, de Estados Unidos. El 4 de julio de 1899, Barbosa fundó el partido Republicano… en octubre de ese mismo año, Muñoz Rivera crea el Partido Federal Americano.
La lucha autonómica de tiempos de España se tradujo a self-government bajo la soberanía Americana, y hasta Don “Pepe” De Diego coqueteó con la eventual admisión de Puerto Rico como un Estado.
Aquel tanteo inicial gradualmente degeneró en la profunda disparidad que separó a los puertorriqueños en tribus ideológicas sobre estatus político a todo lo largo del pasado Siglo XX, y que amenaza con igualmente hacerlo en el nuevo Siglo XXI. En eso andamos camino a un próximo ensayo plebiscitario el 6 de noviembre de este año.
En ese accidentado y apretado introito surge un evento definitorio sobre el que podemos reclamar consenso. El Tratado de París puso en manos de los Estados Unidos de América el destino y la suerte de las Islas Filipinas, en el Pacífico, y de las islas de Cuba y Puerto Rico, en el Caribe. No es por simple capricho que el Congreso de los Estados Unidos aprobó y el presidente Wilson convirtió en ley una medida que extendió a un millón y medio de habitantes de las Islas de Puerto Rico, la ciudadanía estadounidense; acción que no tomó igualmente con los habitantes de Cuba y Filipinas.
La ciudadanía Americana ha sido desde entonces el lazo umbilical que nos define; tanto así que, a la culminación de las deliberaciones de la Asamblea Constituyente en 1952, para conseguir la anuencia de los delegados de la minoría estadista y socialista, los líderes proponentes del Partido Popular Democrático que tenían amplia mayoría para aprobarla, permitieron a los líderes estadistas Miguel Ángel García Méndez y Luis A. Ferré introducir en el Preámbulo de la Constitución lo siguiente: que “consideramos factores determinantes en nuestra vida la ciudadanía de los Estados Unidos de América y la aspiración a continuamente enriquecer nuestro acervo democrático en el disfrute individual y colectivo de sus derechos y prerrogativas.”
Esa expresión —amigas y amigos—ha sido desde 1917 el punto definitorio de nuestra existencia. Ha sido, la peña desde la que, a pesar de nuestra iniquidad colonial, nos erguimos como pueblo para asomarnos al resto del mundo. Podrán repetirse al cansancio los argumentos a favor o en contra de las opciones de estatus político y todas sus variantes que se han dado en el debate centenario sobre el destino político final de los puertorriqueños, y sobre todo, prevalecerá el mandato de un pueblo que no quiere ni acepta cambio ni juego alguno con su ciudadanía de los Estados Unidos de América.
Los que favorecen la soberanía separada para Puerto Rico han tratado de crear el mito de que nuestra ciudadanía fue impuesta. Dos importantes jueces federales puertorriqueños destruyeron ese mito.
Me refiero a los jueces José Cabranes y Juan Torruella. El Juez Cabranes publicó un artículo de revista jurídica titulado “Citizenship and the American Empire” en el que expuso su estudio del historial legislativo de la Ley Jones desde que se radicó el primer proyecto de ley para conceder la ciudadanía americana en el año 1900.
El Juez Torruella también estudió la concesión de la ciudadanía americana como parte de su análisis interdisciplinario de los llamados Casos Insulares en el libro titulado The Supreme Court and Puerto Rico: The Doctrine of Separate and Unequal publicado por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico que, desafortunadamente, ya está agotado.
Cabranes y Torruella concluyeron que la oposición que algunas figuras políticas puertorriqueñas de la época expresaron se limitaba esencialmente a que la concesión de la ciudadanía americana no fuera acompañada de gobierno propio o que Puerto Rico pudiera estar indefinidamente bajo un status territorial.
No hubo una oposición a la ciudadanía americana como tal. Por el contrario, se hicieron esfuerzos por gestionarla. Por ejemplo, el 6 de febrero de 1906 la Asamblea Legislativa de Puerto Rico, en vista de la recomendación que hiciera el Presidente Theodore Roosevelt el 5 de diciembre de 1905 en su mensaje anual al Congreso, aprobó una resolución conjunta pidiendo al Congreso que concediera la ciudadanía de los Estados Unidos a todos los puertorriqueños. Y el 10 de julio de ese mismo año la Cámara de Delegados de Puerto Rico votó para que se enviara un memorándum al Secretario de Estado federal Elihu Root, que entonces estaba de visita en San Juan, para que se concediera a los puertorriqueños la ciudadanía americana. En ese memorándum, que fue preparado por José De Diego, se refería a la solicitud de la ciudadanía americana como, y cito, “la aspiración suprema de todos los puertorriqueños.”
Luis Muñoz Rivera tampoco estaba opuesto a la ciudadanía americana en sí sino que la quería con la admisión de Puerto Rico como estado de la Unión. Así se expresó el Comisionado Residente Muñoz Rivera ante el Congreso de los Estados Unidos al discutirse la pieza legislativa que se convirtió en la Ley Jones, y cito: “[g]ive us statehood and your glorious citizenship will be welcome to us and to our children.” Dennos la estadidad y su gloriosa ciudadanía será bien recibida por nosotros y por nuestros hijos, dijo Muñoz Rivera ante el Congreso.
Este año conmemoramos el Nonagésimo Quinto Aniversario de la aprobación de la Ley Jones firmada por el Presidente Woodrow Wilson el 2 de marzo de 1917. Desde entonces, la adhesión de los puertorriqueños a los principios y al destino de nuestra Nación Americana ha superado la adversidad de la guerra como la bonanza de la paz. Privados como hemos vivido por nuestra condición territorial del ejercicio democrático del Voto Presidencial y de una legítima representación en el Congreso, ha sido y es la Ciudadanía Americana la que permite a los puertorriqueños la plenitud de sus derechos ciudadanos al desplazarse a otras jurisdicciones en los cincuenta Estados de la Unión.
El poder e influencia logrados por los cuatro punto seis millones de conciudadanos oriundos de Puerto Rico residentes en los Estados de la Unión, se traducen en la vida democrática estadounidense mediante la elección de Concejales, Legisladores Estatales, Alcaldes y Congresistas; y mediante la ostentación de posiciones de alta jerarquía en la Industria, el Comercio, la Academia y las Artes de la sociedad estadounidense. Para dramatizarlo, basta con recordar que —nombrada por el Presidente Obama y confirmada por el Senado— la puertorriqueña Sonia Sotomayor se sienta y dicta jurisprudencia en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América.
En la agenda de ese Tribunal Supremo debe estar la revisión de una doctrina jurídica, producto de los prejuicios del presidente William Howard Taft, quien nunca perdonó a Woodrow Wilson por haberlo derrotado y quien, como Juez Presidente, redactó la opinión de la corte en el infame caso deBalzac v. People of Porto Rico decidido en 1922. En ese caso, de corte racista y xenofóbico, el Tribunal Supremo determinó que “Porto Rico” no había sido incorporado a pesar de la concesión de la ciudadanía americana apartándose de los precedentes de Louisiana y Alaska en los que la concesión de la ciudadanía americana había resultado en la incorporación.
El status de “territorio no incorporado”, término que no encontramos en ninguna parte de la Constitución federal, y legislado por la Corte Suprema de los Estados Unidos es el que ha prevalecido en Puerto Rico hasta el día de hoy a pesar de que la Constitucion de 1952 que el Congreso enmendó y, en última instancia, aprobó, se asemeja a la de un estado. Y ha sido la presunta “no-incorporación” la que ha servido de pretexto para que a Puerto Rico se le dé un trato separado y desigual por el Congreso.
No hay justificación para que Puerto Rico siga sometido a la indignidad de un trato desigual. Mientras los puertorriqueños no tomemos una decisión sobre nuestro status político le corresponde a la Corte Suprema dejar sin efecto la decisión de Balzac. Pero los puertorriqueños no tenemos que esperar a que un caso o controversia en que se discuta la doctrina de la incorporación territorial llegue a las escalinatas del Tribunal Supremo en Washington. Con la fuerza de nuestro voto, los puertorriqueños podemos dejar sin efecto el caso de Balzac.
Al hoy conmemorar el Nonagésimo Quinto Aniversario de la Ciudadanía Americana en Puerto Rico, invito a todos nuestros conciudadanos a la más seria reflexión democrática en nuestra“aspiración a continuamente enriquecer nuestro acervo democrático en el disfrute individual y colectivo de sus derechos y prerrogativas.”